212. Ese rayo no le cayó a cualquier humano inocente.

212. Ese rayo no le cayó a cualquier humano inocente.
Ese rayo, no le cayó a cualquier israelita, con ciudadanía romana. No le cayó por azar a un ingenuo.  No le pegó a uno cualquiera, desprevenido que pasaba camino de Damasco. Ni le pegó a uno del grupo de los fariseos. Le pegó al más apto para ese trabajo. Pablo se complacía profundamente en el exterminio y en el asesinato de los cristianos (Hechos 8:3) (Hechos 9:1-2). Pablo ya era el primer y más famoso anticristo. Ese rayo le cayó justamente al que le podía caer, a un siervo de Luzbel, a alguien que odiaba a muerte al cristianismo. Por lo que también odiaba a muerte a Cristo y odiaba a muerte a su Espíritu. 
Un ser humano puede que no sea cristiano, o que crea que el cristianismo esta errado, incluso puede ser que a un ser humano le disguste el cristianismo. Pero algo muy, pero muy diferente, es ser las primicias del mal, ser el primer y el más apasionado exterminador de cristianos, alguien que respiraba odio hacia el cristianismo. Eso es blasfemar contra el Espíritu de Jesús en su estado máximo, puesto que el cristianismo está guiado por el espíritu de Jesús. 
Si la blasfemia contra el Espíritu de Jesús jamás tendrá perdón, (Marcos 3:29) (Lucas 12:10), entonces es imposible que alguien que haya blasfemado de esa manera contra el Espíritu de Jesús, sea siquiera un apóstol de Jesús. Y menos, que Jesús se haya tomado el trabajo de volver a la Tierra, a hablar con el gran blasfemo de la bestia, ya perdido eternamente, para hacerlo el más grande de los apóstoles de Jesús, contrario a lo que les había dicho a los doce.
Ese rayo de perdición le cayó al que previamente había decidido ser el primer perseguidor y asesino de los cristianos.  A aquel que por dos mil años ha escrito nombres de blasfemia, en la frente de la ramera (iglesias que siguen a Pablo). Esa ramera que está sentada encima de la bestia (Roma), se embriaga con la sangre de los santos y de los mártires de Jesús (Apocalipsis 17: 1-6). El falso profeta, que hace que los habitantes de la tierra se extravíen y adoren sus enseñanzas humanas como si fueran palabras de Dios. Lo cual es la suprema blasfemia, usurpando el lugar de Dios, llegando a ser la abominable desolación de las enseñanzas de un hombre, en el lugar de las enseñanzas de Dios.



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